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lunes, 1 de marzo de 2010

Un país que se diluye

Axel Didriksson
Mèxico, D.F., 25 de febrero Edición 1739



En el proceso de vaciamiento, de ausencia de sentido en las perspectivas de largo plazo, el país parece como los ríos de agua sucia que causan pérdidas irreparables, humanas y materiales, pero sobre todo de generaciones enteras de jóvenes que ya no tienen confianza en la educación, en los gobiernos y viven a la deriva.



Es este el peor signo de la actual ingobernabilidad, pues la pérdida progresiva de las funciones del aparato del Estado y del sistema escolar se traduce en los inenarrables episodios de violencia y degradación que ocurren. La violencia generalizada que hace posible la actual ingobernabilidad es directa pero también indirecta. Así, además de manifestarse hasta en el asesinato de jóvenes departiendo alrededor de sus logros escolares o grupales, se expresa en la falta de políticas de gobierno para prevenir y solucionar lo más elemental de la seguridad de todos desde alguna racionalidad, o en el hecho de que, cuando esas políticas se emprenden, siempre llegan tarde o se dirigen en contra de la libertad (por ejemplo, contra la sexualidad de cada quien), aduciendo juicios morales o religiosos. Y todo ello, en un ambiente de demagogia y corrupción política.



En el fondo lo que se expresa es una violencia indirecta generalizada contra el sentido de la educación que forma o debiera formar para la defensa de los derechos humanos y la integridad emocional, cultural e intelectual.



La escuela mexicana está golpeada por la violencia que se deriva de esta pérdida de sentido de las políticas de gobierno. Hay hostigamiento verbal y hasta golpes en las aulas, mientras que los excluidos del sistema educativo no encuentran ninguna otra perspectiva que la ilegalidad o el crimen organizado.



Es una descomposición que a estas alturas abruma, sobre todo cuando se la ve desde la perspectiva de los educadores. Uno de ellos, Fernando Reimers, como si se refiriera a México, señala: “Cuando la escuela, los educadores y la sociedad no actúan decididamente para romper el ciclo de reproducción de la pobreza; cuando lo aceptan como inevitable, como un hecho natural, que aquellos estudiantes que han nacido en las comunidades de menores recursos tendrán por ello menos oportunidades de desarrollar su talento, es ésta aceptación cómplice de una forma de violencia indirecta. Otro aspecto de esta violencia lo constituye la utilización de los recursos que la sociedad asigna a la educación para fines distintos, que el de promover el aprendizaje de los estudiantes. Cuando los sindicatos de maestros se hacen cómplices o promueven el bajo desempeño profesional de los profesores, o cuando los administradores públicos abusan para fines personales de la confianza que el Estado les asigna, son éstas formas de violencia indirecta contra aquellos en la sociedad que tienen menos voz para resistirla”.



En suma, mientras los jóvenes no tienen ninguna otra salida que la pobreza y la ignorancia, pues la educación que reciben –cuando la reciben– se les escurre como el agua entre los dedos, el país también se nos diluye.

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